… Siempre se perdería.

Del mismo modo, no se pueden firmar obras maestras cada vez que te pones tras una cámara.

A Clint Eastwood le bastan treinta segundos para tirar por tierra supuestos patriotismos y demás sandeces que muchos creían adivinar en «Banderas de Nuestros Padres». Desgraciadamente y pese a su notable esfuerzo, la atonía reina a sus anchas durante la parte central de película.

Ocurren mil cosas y ninguna logra interesar. El impecable desembarco resulta prodigioso en medios y pobre en contenido. El montaje confunde constantemente al utilizar torpemente la arriesgada fórmula del salto temporal. Incluso los actores, todos ellos correctos, pasan desapercibidos inmersos en el apático tono general en el que se desenvuelve la película dirigida por el maestro californiano.

Y es cuando todo parece discurrir aborregadamente hacia un final deseado, cuando Eastwood al fin encuentra su terreno: el desencanto de los que vuelven a casa para encontrar que otros han copado su lugar. La sublime media hora final no solo salva la película sino que la convierte en referencia dentro del subgenero post-bélico, codeándose sin complejos con obras inmortales como «Los mejores años de nuestra vida», «El Cazador» o «Hasta el fin del tiempo».

Encontrada al fin la lírica Fordiana que caracteriza los últimos años del director, no habrá piedad para nadie. Desde los altos mandos militares hasta el anestesiado pueblo norteamericano, capaz de rendir culto a los hombres que mueren, llenando estadios para presenciar vengonzantes pantomimas. Todos recibirán la dosis de cinísmo del descreído, del desguazador de mitos para cuya moral resulta menos indigesta una leyenda forjada sobre una mentira que la frívola imagen de un pastel de nata cubierto de sirope de fresa en la que (cual camiseta de El Che o poster de los Stones) todo mito está destinado a convertirse a los ojos de una masa deseosa por devorarlos.