Shelley Duvall tenía una bien ganada fama de chica dulce y serena…

Hasta que este tipo se cruzó en su camino…

  

Antes de trabajar con el genio zumbado, Shelley Duvall lo había hecho con Woody Allen y sobre todo con Robert Altman, directores conocidos por el relajado ambiente de trabajo que imponen en sus rodajes, además de por su amor por la improvisación. Con semejantes antecedentes no es de extrañar que la pobre Shelley tuviese grandes problemas para acostumbrarse a la espartana disciplina impuesta por Kubrick en sus películas.

Tras la primera semana de convivencia durante el rodaje de «El Resplandor», a Kubrick no le costó demasiado trabajo descubrir al eslabón más débil de la cadena con el que poder ensañarse y poner en práctica su célebres juegos mentales. La frágil Shelley resplandecía como oro en una pira de carbón. No le fue difícil torturarla, haciéndole repetir docenas de veces duras escenas que precisaban de gran descarga emocional hasta conseguir lo que se propuso desde el principio, desquiciarla.

Kubrick siempre alegó que necesitaba a la Duvall en ese estado para dar credibilidad a su papel. Tenía el físico adecuado, lo que él buscaba para el papel, pero carecía del talento, así que pensó que era preciso sacarla de sus casillas de un modo real. No era una técnica nueva, recuerden el famoso telegrama notificándo la muerte del director Viktor Sjostrom, amigo, protector y amante de la diva, que le pasaron a la Garbo momentos antes de rodar una escena clave de «The wild orchids» por indicaciones del director de la cinta, quien buscaba captar con la cámara «toda su desolación».

Lo cierto es que mucha gente del equipo pensó que Shelley Duvall no daba la talla para el papel, y que su elección se debía más a una nada disumulada jugarreta de Kubrick a Stephen King (a quien no soportaba) que al verdadero talento que ella atesoraba.

El punto álgido en el personal descenso a los infiernos de la locura sufrido por la Duvall, se alcanzó durante el rodaje de la mítica escena en la que Jack destroza una puerta con un hacha. Kubrick ordenó repetirla una y otra vez, buscándo (y consiguiendo) deshacer el débil equilibrio de la actriz, que en las últimas tomas daba la impresión de estar a punto de desmayarse.  

…Allí estaba Shelley, con sus grandes dientes, su cara alargada y sus enormes ojos saltones que giraban como los de un caballo desbocado, evocaba el pánico en cada momento en que aparecía en escena… -escribió John Baxter-.

Un miembro del rodaje añadió… «Shelley parecía bastante chiflada. Pero más tarde me dijo que se estaba volviendo loca por estar rodando aquella maldita película. Tenía la sensación de que no le gustaba a Kubrick, y que él la trataba de un modo despiadado», no se equivocaba.  

El último día de rodaje fue uno de los más felices en la vida de la actriz. Acabada la pesadilla confesó que apenas tuvo contacto con nadie durante los largos meses de rodaje. «Jack parecía haberse vuelto loco, no era posible razonar con él…» -declaró-, «…tan sólo Scatman Crothers fue un consuelo para mí, posiblemente porque él también sufrió la ira de Stanley»

No creo que ira sea la palabra adecuada. Kubrick siempre fue correcto en el trato personal. Su maldad era sibilina y contrastaba con el amoroso trato que dispensó durante el rodaje a su hija Vivian, quien se encargó de rodar el famoso Making of de la película.

También la Duvall tenía algo que decir al respecto… «Creo que todos sentíamos celos de ella (Vivian). La frialdad y el desprecio que dedicaba a su equipo, se tornaba en calor y cariño cuando su hija se encontraba en el set…».

Tiempo más tarde, Shelley Duvall admitió haber seguido terapia psicológica durante años tras su participación en aquel rodaje. Algunos de sus amigos llegaron más lejos al afirmar que tras «El Resplandor», Shelley no volvió a ser la misma.