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Hace algunos años, entrevistado por Eduard Punset en «Redes», Stephen Jay Gould dijo que el gran problema de la humanidad era el de la formación.

Para el reputado paleontólogo, el desconocimiento es la fuente que alimenta la violencia. Él proponía como solución el dar a entender lo preciosa que es una vida, lo que él calificaba como milagro científico.

«Si la gente fuese capaz de entender lo que significa la formación de un espermatozoide, de cómo éste atraviesa las paredes uterinas cubiertas de ácido, para finalmente fecundar un óvulo atravesándolo en lo que en términos humanos equivaldría a romper una pared de hormigón a cabezazos… Si lo entendiese y aprendiera a valorarlo como merece, el mundo sería distinto».

Cierto es que Gould era un humanista. Él creía que las sociedades humanas pueden y deben cambiar en beneficio del individuo, lo que le convertía en realidad en un utopista.

Y todo esto viene a cuento de la terrible matanza, que una anomalía con forma humana, cometió en un poblado Amish hace unos días, al asesinar a once niñas (al menos cinco de ellas murieron) diparándolas en la nuca…

Me he enterado hoy, que llevo una semana que no sé ni por dónde me viene el aire, e inmediatamente he recordado aquella obra maestra que rodó Peter Weir mediados los 80, «Único Testigo».

Weir contó con delicadeza las sutilezas de una sociedad utópica, y sin embargo real, que rechaza la violencia de plano. Narró sus peculiaridades y su cultura, en una película que es más un retrato antropológico que un thriller. Lo adornó con una de las más hermosas historias de amor imposible que ha dado el cine en decenios, además de añadir la consabida historia policíaca que diese tirón comercial al producto. El resultado final fue impecable.

Al margen de la célebre escena de la construcción del granero, son muchas otras las que resulta fácil recordar; la imagen de Kelly McGillis desnuda frente a Harrison Ford, el interrumpido baile de ambos al son del «Wonderful world» de Sam Cooke, el furioso beso bajo lo tormenta, el palurdo rebozando con helado la cara de Boris Gudunov, los polícias corruptos ascendiendo por la colina que da acceso a la granja en dónde se esconde «el inglés»… entre otras muchas. Pero me llamó la atención una, en la que casi nadie reparó, en la que varios hombres Amish discuten, gesticulando ostentosamente, unos frente a otros.

Años después, visionando un documental de la BBC dedicado a las comunidades Amish, vi exactamente la misma escena, esta vez real. Al parecer, según contaba el documental, estas situaciones son frecuentes en la comunidad. Al rechazar todo tipo de violencia, los encuentros de este tipo suponen una catársis necesaria para resolver sus diferencias cara a cara sin necesidad de usar otro medio que no sea la palabra.

Y por cosas así se distinge a los maestros. Por la atención a los pequeños detalles. Weir incluyó un pequeño retal de realidad difuminado en un minúculo rincón de la pantalla, como si de un importante trazo de guión de tratara, para dar más entidad al conjunto. 

Quiso dibujar con la mayor fidelidad a una sociedad que le fascinaba. Quiso entender al otro, valorar su riqueza. Lo que Stephen Jay Gould proponía. Lo que el lechero resentido, pedófilo e infanticída de hace unos días, ni supo, ni quiso hacer.