El instante más feliz de mi vida ocurrió durante el verano de 2001. Era agosto, sobre las siete y media de la mañana. Acababa de regresar tras pasar la noche en la feria que llevaba varios días establecida en el lugar en el que vivo. La luz era tenue y brillante a la vez, y mis padres tenían la costumbre de dormir con la puerta entreabierta. Me asomé sin hacer ruido, siempre lo hacía desde que mi padre volvió del hospital. Había sido operado con milagroso éxito en marzo de aquel mismo año. Su recuperación era lenta pero constante. Recuerdo que, durante el mes y medio en el que se mantuvo ingresado, mi madre durmió en el sofá porque afirmaba que no podía dormir sola en el lecho que siempre había compartido con su marido. La imagen que guardo grabada en mi retina es la de mi padre abrazado a mi madre bajo aquella luz tenue pero brillante. Y por unos momentos, observándoles, fui tan feliz como no lo había sido nunca.

Ahora que esa imagen no podrá repetirse carece de sentido seguir con todo esto. Gracias por el tiempo empleado en visitar esta ciénaga; gracias por cada comentario; gracias la amistad brindada a cambio de nada. Podría pasarme horas agradeciendo el tiempo, el esfuerzo y sobre todo la alegría con que han dotado a este lugar. Estoy en deuda por ello. Desde que tenía diecisiete años sigo a rajatabla un lema: «Nunca seré un problema para nadie». Y así debe ser. Espero no haber incomodado a nadie durante todo este tiempo, casi tres años.

Cuídense mucho, por favor.