Gracias infinitas a Mycroft por este fantástico regalo, del que pueden disfrutar abajo, bajo el título de «Campanas de Navidad». Un cuento repleto de referencias (gracias antárticas por lo que me toca) que deberían imprimir para leer sin el agobio de una pantalla afilandoles los ojos. Les aseguro que merece la pena echarle un detallado vistazo. 

CAMPANAS DE NAVIDAD
by Mycroft

«I’ll be what I am
A solitary man, solitary man»

Chris Isaak se quejaba amargamente poniendo en marcha el radio despertador. Era casi mediodía y F se levantó hecho polvo. Llevaba dos días de resaca y lo que quedaba por delante. Compartía un piso de estudiantes en la parte vieja de la ciudad, cerca del río. Había estado toda la semana anterior montando fiestas salvajes, pero sus compañeros de piso y amigos comenzaron a desertar, unos agotados, otros alarmados, y finalmente la inminencia de las fiestas se los llevó a casi todos a sus lugares de origen con sus familias. F se acercó a la cocina con la intención de preparar un café, pero vio uno frío del día anterior que había quedado olvidado en el desértico mármol de color blanco. Lo calentó al microondas y le añadió un buen chorro de bayleys para despejar su cabeza.Él había optado por huir de la locura colectiva. Había comunicado a su familia que se quedaba en Valencia para estudiar un examen. Nadie le apremió demasiado, después de lo ocurrido el año anterior.

«-¿Y a Marta que le van a traer sus papas?-dijo inclinándose sobre su pequeña prima de edad indefinida entre cuatro y seis años. Caras de alarma entre los adultos circundantes.

-¿Los papas?-Ha querido decir los Reyes, peque…»

Por supuesto, la había cagado.

A la mierda, no hay nada más triste y más falso que un 25 de diciembre, joder seguro que cuando estaban pariendo a Jesucristo no intuían la parafernalia socioeconómica que se avecinaba. Todavía quedaban dos días para la navidad, pero en la tele ya rezumaba la azucarada falsedad de costumbre.

Encendió un cigarro. Lo sentía por su madre. En cualquier caso no podría enfrentarse a un desenfrenado banquete tras otro para reafirmar el clan familiar, sin pensar en la película de Monty Python en que un hombre come (literalmente) hasta reventar.

De todas formas, aunque procuraba ser el más sobrio, y evitaba cualquier conversación ajena al frío que hacía o el coste de la vida, su ausencia no sería destacable. A veces estando presente se está más ausente todavía.

Y podría beber. Con su familia prefería aparecer sobrio y mesurado (¿Puedo sugerirle, caballero, que si desea un disfraz impenetrable para el baile de máscaras, vaya usted sobrio? Decía un tal S. Foote. Lo leyó en un libro raído de una biblioteca de barrio, escabulléndose del estudio), cuando en realidad últimamente conocía la sobriedad solo de oídas. La realidad es una alucinación provocada por la falta de alcohol, decía otra famosa cita.

Estadísticamente la navidad es la época del año indicada para los fraticidios.Los divorcios. Las disputas hereditarias. Los «hoy duermes en el cuarto de invitados». Los suicidios de dos adolescentes japoneses porque no podían comprarse la nueva videoconsola con la que jugando pudieran escaparse un poco de la tarea de vivir.

Se vistió y bajó a la calle. El sol le dañó los ojos. Hoy tenía una cita importante, que podía joderle la vida. Se fue hacia el centro, pero al ver la nueva perfumería que habían abierto en la calle lo pensó mejor. El clima artificioso sacado de «Un mundo feliz» de Huxley, con sus personajes alienados comprando cosas que creen que quieren pero que no necesitan, como ratones en un laberinto siguiendo el sendero de un queso que resulta ser falso, entre guirnaldas, adornos, abetos, estrellas, luces, más putos abetos, escaparates bombardeados de purpurina, figuras de belén con carteles anunciando la próxima apertura de un Starbucks, confeti, absurdos personajes mitológicos con sacos llenos de regalos cuya factura te llegará el mes que viene, todo aquello le echó para atrás. Tomó la tienda de perfumes como la avanzadilla de una guerra abierta entre las zonas comerciales del centro y de las afueras, y su zona intermedia, barrio antiguamente de las afueras que con la expansión de la ciudad había quedado casi céntrico, a la vera del río convertido en parque, del parque convertido en monumental complejo turístico, arruinado por Calatrava.

Esa gran cadena de tiendas de perfumes era el cáncer que había olfateado una nueva y relativamente sana célula de calles viejas atestadas de pequeños comerciantes. F. había crecido en aquellas calles de fachadas planas, viejas y feas, aunque su familia se había largado él se quedó, rezagado, incapaz de acabar sus estudios pero aún más incapaz de dejar aquel barrio.Decidió llamar a N, su vecino. Era un joven que había protagonizado algunas noches sonadas, y los excesos se habían cebado con su rostro, prematuramente castigado. Era su contacto para conseguir un poco de marihuana. Tenía que sobrevivir de algún modo a aquello.

Bajó y quedaron un poco lejos de la finca común para no despertar suspicacias entre los vecinos, ni de la familia del chaval. La conversación comenzó coloquial, pero derivó hacia caminos extraños.

Tras hablar un poco de las vacaciones y del frío, de marcas de cerveza, de vecinas con las que merecía la pena coincidir en el ascensor… y completar la transacción, surgió una cuestión insospechada:

N- ¿Y sigues escribiendo?

F- ¿Eh? Tú cómo sabes eso…

N- Leí el relato que escribiste en el instituto. Ruló por todas las clases, incluso las de los más pequeños como yo.

F- No lo sabía…

(F escribió un relato literario para un concurso estando en COU. El contenido alarmó tanto a profesores y padres que por recomendación del centro comenzó a ir a terapia psicológica)

N- Estaba de puta madre. Se acabó filtrando cuando te expulsaron. Alguien lo robó del despacho del director.

F- La verdad, fue todo un poco excesivo… Algo he escrito desde entonces, pero hace tiempo que no lo retomo.

N- Tienes que hacerlo. En serio-Sonrió maliciosamente como solo N sabía hacerlo, como quién conoce tu más jodido secreto. F se estaba cansando de la conversación.

F- Si te gustó deberías leer algo de Easton Ellis, aunque por entonces no sabía quién era… es mucho mejor que mi «Virtuoso de la Violencia». En esa época leía mucho a Kafka-en ese momento pensó ¿Estoy hablando en serio de Kafka con mi camello? ¿Sabrá este tipo con camiseta de Limp Bizkit y gorra roja, quién es Franz Kafka? ¿A dónde vamos a llegar?- Creó que quería hacer algo importante pero acabó siendo un batiburrillo pesado y paranoico. Una mezcla de «El proceso» y Expediente X. Y bueno, claro, la Naranja Mecánica sobre todo…

Me tengo que ir, nos vemos…

F se alejó. No quería hablar de aquella época de su vida en que todos empezaron a pensar que iba a enloquecer, decidieron medicarlo de un modo brutal, y acabó enloqueciendo por ello. Hubo incluso momentos desesperados en que creía que Michael Stipe, el cantante de R.E.M., había pinchado su teléfono y pensaba seguirle. Así de loco acabó (aunque en seguida lo pensó mejor… ¿

Qué tenía Stipe contra él…? Solo era un empleado de la Telefónica que se le parecía asombrosamente).

Se dirigió al centro comercial en dónde un amigo estaba trabajando. Promocionaba una famosa marca de telefonía móvil cuyas consignas habían sustituido las referencias religiosas en el imaginario colectivo navideño.

Repetía eslóganes, disfrazado de mago, junto a unos carteles en el que podía leerse el lema «La Antártida empieza aquí». Le acompañaban dos chicas más jóvenes, de unos dieciocho años, vestidas precariamente de «hadas» pasando un frío de muerte. Una de ellas se había sometido a varias operaciones quirúrgicas de estética. Saltaba a la vista. Uno puede intuir si un pecho anteriormente fláccido había sido manipulado. Tal vez un regalo de reyes. F. no era quién para juzgar, él se pedía botellas de McCallan.

Le visualizó y se acercó:

Hola mamarracho-saludó- ¿De qué vas, de Duende Verde?

De mago. Si te pasas de listo te convierto en asno, aunque para eso no hace falta mucha magia…

Su amigo se llamaba H. Tenía una nariz picuda, tez asombrosamente bronceada, facciones duras pero estilizadas, pelo engominado y tieso formando pequeñas estalactitas… Habían crecido juntos y había un entendimiento natural entre ellos. Además para él la navidad solo era una oportunidad de volver a ver alguna que otra película de Chevy Chase. Estaban en el mismo barco (uno que se hundía).

Le contó que al acabar la jornada su supervisor montaba una fiesta, que las hadas acudirían, que eran unas chavales estupendas, aunque un poco pavas…

Narró la epopeya de vender falsa ilusión patrocinada por una firma comercial. La gente le rehuía, se apartaban de su ruta, le miraban, señalaban, se reían, murmuraban…

Era un símbolo ambulante, un monstruo del inconsciente colectivo, con su casaca roja imitación de Papá Noel, bajo la cual se escondía una persona.

Estaba obviamente fumado. No sabía si dar crédito a sus palabras respecto a su afirmación de que dos hombres trajeados le habían preguntado por el propio F.

Ah, y para la fiesta de nochevieja, no podré ir- se excusó H.- pero me he encontrado a tu amigo Martin Eden, y no andaba muy animado. Sus cuentos no se están vendiendo muy bien, y me da la impresión de que tampoco tiene mucha compañía esta navidad…

Pues ya me tiene a mí. Y a mi colección de cervezas – añadió F.

Es que me ha surgida algo con las hadas -murmuró sotto voce H.-, pues las chicas no andaban lejos y continuaban acercándose a la gente para comerles el tarro. F. temía lo peor y se imaginó solo y borracho aquella noche, esperando las «campanadas a medianoche» de las que hablaba Orson Welles con palabras prestadas por Shakespeare.

¿Sabes? Con ese traje pareces Billy Bob Thornton en Bad Santa.

¿Nadie te ha dicho nunca que eres un cabronazo?

Continuamente. Yo también te aprecio, H.

Son insectos -afirmó H. cambiando de tema, haciendo un ademán con la cabeza hacia la multitud que deambulaba por los pasillos del complejo comercial. Aquella errática manada provocaba estupor, buscando un objeto, un item definitivo, que les diera una pequeña porción de una felicidad que no llegaba, a un módico precio. Ellos no poseían los objetos, sino que eran poseídos por aquello que compraban. Chocaban unos con otros, y se miraban aturdidos evitando visualizar los ojos del otro.

En el hilo musical sonaba irónicamente «The Winner takes it all» de ABBA.

En aquello se había convertido la jodida fiesta. Una celebración pagana reverenciando al vacío.

Si miras al abismo, el abismo acaba devolviéndote la mirada… Tal vez la Navidad solo era el reflejo en el espejo de nuestra propia ruina moral.

Son muertos vivientes, esto es una epidemia a nivel nacional -dijo F.- Aunque si se contagia por transmisión sexual, estamos a salvo. Ya nos veremos, hoy es el día.

Ah sí, tu encuentro con tu padre, ¿cómo lo llevas?

Mal. Ya no vemos, ya te contaré…-F. se alejó. Aquella herida aún dolía.

Había quedado con su padre biológico, en el aeropuerto. Iba a conocerlo. No le había dicho nada a su madre. No sabía qué esperar de aquel desconocido, cuya ausencia había planeado sutilmente sobre su vida hasta que había conseguido deshacerse de aquel fantasma en particular. Y ahora volvía. Y se daba cuenta de que nunca había desaparecido aquel agujero en su maldito corazón. Mierda.

Al salir contempló como la gente miraba con ojos fríos un amasijo de mantas y carne humana, tendido en el suelo sobre un colchón. El ayuntamiento de Valencia había cerrado dos refugios, y los miserables ya no solo ocupaban los puentes del río, sino que literalmente anidaban dónde podían.

Pero has de sonreír, has de sonreír, has de sonreír. Es obligatorio aparentar felicidad en esta época, no importa si estás enfermo, si te estás muriendo, si estás solo en el Hospital con las manos frías, la mirada perdida y una sonda drenando tus tripas.

No importa si los bomberos han derribado la puerta con un hacha para comprobar que tú, un anciano olvidado y solitario, sigues vivo. No importa si tu padre esquizofrénico ha dejado la medicación y grita que le queréis matar, y pega a tu madre con el puño cerrado, nada de eso importa porque es Navidad y hay que ser feliz o parecerlo.

Una niña le pregunta a su padre señalando al mendigo ¿Papá, que le pasa a ese señor?

Que ha sido malo, este año no tendrá regalos. El padre contempla al objeto de su desdén desde la distancia, con frío en su corazón.

F. recuerda una película en que la gente comenzaba a morir inexplicablemente. Era algo del corazón, les pasaba a las personas solitarias y tristes, amargas y sin ilusión. Los transeúntes se habían acostumbrado a ver cuerpos derribados en la calle por la extraña y mortal enfermedad de la tristeza, y pasaban como si nada, incluso por encima de los cuerpos, sonriendo, siguiendo con la conversación.

F. temió por su corazón.

Pasó junto a una librería, y entró para ojear los volúmenes más baratos. Sin embargo un libro le llamó la atención. Se titulaba «El Virtuoso de la Violencia» como aquello que escribió en su juventud. Lo sostuvo incrédulo entre las manos, mirando la portada (una ilustración de Delacroix). Desvió la mirada a un lado y a otro, seguro de que debía tratarse de una broma. De pronto el peso del libro entre sus manos se aligeró hasta desparecer. Cuando volvió a dirigir la mirada hacia ese punto, sencillamente el libro ya no estaba, se había evaporado. El montón del que lo había cogido era un puñado de novelas de bolsillo de Sutter Kane, y un ejemplar de «Confesiones de un artista de mierda» de Philip K. Dick.

Estaba alucinando. De pronto recordó esa sensación de no tener los pies en la tierra, de que la realidad comenzara a fallarte. Pero aquello lo había solucionado hacía tiempo, joder.

Salió a toda prisa de allí y decidió que ir a correr un rato le calmaría. Necesitaba centrarse y no perderse en las difusas fronteras de la paranoia. Sin embargo recordó una frase. De Burroughs.

«Que seas paranoico no significa que no vayan a por ti».

Hacía tiempo que tenía la impresión de que un tipo vestido de Armani y cierto parecido con el actor Christian Bale le estaba siguiendo. Rió nerviosamente. Y echó a correr.

En un par de calles lo había perdido. Falsa alarma. Tenía que calmarse, era solo el nerviosismo. Demasiado café aderezado con alcohol. Demasiados canutos. Tocaba hacer deporte. Tranquilizarse.

Fue a su casa y se cambió. En unos minutos estaba en el río, calentando. Por lo general prefería ir a correr al anochecer, para cuando acababa comenzaban a distinguirse los astros y él pensaba que lo que respiraba apresuradamente no era aire, sino el mismísimo firmamento estrellado. Pero empezaba a hacer demasiado frío para eso.

Era un adicto. Dopamina, adrenalina, endorfinas, opiáceos y demás drogas endógenas que segregaba el cerebro.

También era adicto a otra cosa. Solía dar vueltas a un mismo trayecto del río, un trayecto que formaba un rectángulo. En muchas ocasiones se encontraba haciendo casi el mismo trayecto, pero en sentido contrario, a una chica cuyos ojos le hechizaban. Corría más deprisa y más tiempo solo por volver a mirarla, y acababa agotado y un tanto decepcionado de no ser capaz de acercarse a ella y decirle algo.

Volvió a ocurrir esta vez. Se la encontró dos veces, de frente (la primera vez sonaba «Hapinnes is a Warm Gun» de los Beatles en su mp3. La siguiente vez, «Love me, please love me» de Polnareff). A la siguiente vuelta, ya no estaba. Mierda.

Estaba pasando por debajo de un puente, junto a un improvisado campamento de inmigrantes y demás infraseres al borde de la nada, cuya existencia todos estaban intentando negar cerrando los ojos con fuerza, con mucha mucha fuerza.

En ese momento pisó mal y se torció el tobillo. Cayó y quedó tendido en el borde del camino adoquinado a cuyos lados se erigían hornillos, colchones, y precarias parodias de viviendas hechas de cartón.

En un momento se vió rodeado de extraños que lo contemplaban desde la lejanía de un desierto del alma, el desierto de quién ha perdido su hogar, docenas de Ulises atrapados por Circe.

Era consciente de lo lejos que quedaba su casa río abajo, y de que tendría que esperar a que el dolor desapareciera. Le ayudaron a ponerse en pie, y buscaron a un mendigo que hablaba español.

Era un rubicundo alemán, con barba y nariz roja. Apestaba a vino, pero le ayudó y le llevó a un banco del parque. Lo depositó allí, y se fue a buscar su carro, repleto de cachivaches. Regresó con él.

¿Cómo estás chaval?

Mejor, si no es por ustedes. Muchas gracias.

Para que veas, y nos tienen aquí pelándonos el culo de frío -sonrió- Me llamo Gulliver Foyle, y soy inventor- dijo con un deje de orgullo.

F. supo al instante que aquella conversación no iba a contribuir a su paz mental. F. se presentó, mientras miraba el campamento improvisado, sintiendo la dureza de sus sentimientos: aquello parecía otro planeta, tan alejado de su mundo, que no sentía (no era capaz de sentir) nada.

Ningún tipo de empatía o sentimiento. Recordó el relato de Dickens y la versión que protagonizó Bill Murray, «Los Fantasmas atacan al jefe». ¿Se había convertido él mismo en un bastardo como Scrooge?

Lo curioso era que ya había pensado en otra película de Bill Murray aquella misma mañana.

¿Ha leído este libro?- Le preguntó Foyle, enseñándole un viejo y desgastado volumen titulado «La filosofía de los viajes en el tiempo» de una tal Roberta Sparrow.

No, no me suena.

Puedo viajar en el tiempo -rió Foyle- podría evitar que te torcieras el tobillo…

En ese momento un chaval de unos dieciséis años que había estado merodeando junto a otro muchacho por alrededor se abalanzó hacia el carro de Foyle con la intención de robarlo. F. reaccionó sorprendentemente, poniéndose de pie y empujando el carro contra el ladrón con fuerza, haciéndolo caer, para una vez en el suelo acercarse cojeando y retorcerle un brazo.

¿No te da vergüenza robar a un pobre viejo indefenso?

Lo retuvo, mientras su amigo, que no había intervenido, los amenazaba de lejos. Pasó un rato y llegó una patrulla en bicicleta, alertada por alguien. En ese momento el tipo que se mantenía a distancia decidió huir.

Explicó la situación, y tras un rato de declaración, se llevaron al joven.

Muchas gracias, si algún día necesitas viajar en el tiempo no dudes en decir las palabras mágicas -dijo Foyle, mientras susurraba una especie de mantra. Estaba evidentemente perturbado.

F. regresó cojeando a casa. Tenía el tiempo justo para ducharse, cambiarse, e ir al aeropuerto.

De camino a casa vio a un hombre que tocaba villancicos con un violín en la calle. Le entraron ganas de estampar el instrumento contra una pared. Se parecía mucho a su propio profesor de música. Recordaba unas navidades en que debía tocar en el «Palau de la música». Su profesor le había atormentado y forzado, le gritaba que no estaba preparado, que era un perdedor, que era estúpido. Le hizo llorar. Él solo era un niño. No fueron unas buenas navidades. Se cayó del programa del concierto, asistió de espectador, y aquella noche soñó que un bombardero arrasaba el «Palau» y las enormes cristaleras levemente esferoides salías disparadas como metralla, saltando por los aires, expedidas con fuerza, como disparos de cristal, brillando a la luz del atardecer, estallando…

Le pareció ver al tipo que se parecía a Christian Bale frente a su edificio. Subió rápidamente en el ascensor sumamente alarmado, confuso y aturdido. Decidió fumar un poco de hierba antes de irse al aeropuerto.

Condujo hacia Manises con sensación de terror en el estómago. No sabía qué esperar. No quería ser un sentimental. Reuniones familiares por navidad. Qué tópico. Sin embargo era algo que tenía que hacer. Cuando llegó al aeropuerto, una multitud con carteles bramaba y se desgañitaba. Los habían dejado en tierra, al quebrar su compañía aérea. Algunos habían ahorrado años para pagar el billete. Otra de las formas de pasar las fiestas que escapa a lo habitual.

Había quedado en la cafetería. Tenía una fuerte sensación de Deja Vu. Sonrió entre dientes recordando a Bruce Willis en «12 Monos». Intentando huir, sin ninguna posibilidad ante la paradoja temporal en que estaba atrapado.

En ese momento le cogieron el brazo desde atrás. Se giró. Era el hombre que se parecía al Christian Bale de «American Psycho» con pinta de ejecutivo triunfador, elegantemente pertrechado.

Le acompañaba un tipo con pinta de mormón de esos que predican por las calles, también encorbatado.

Señor F., debemos hablar con usted. Es un asunto oficial.

¿Es por lo del mendigo? Solo trataba de ayudar. Ya sabe, espíritu navideño.

¿Mendigo? Me temo que no es consciente. Hemos venido a ayudarle con algo. Un problema del que tal vez no se ha percatado– Christian Bale frunció el ceño, no parecía saber cómo explicárselo.

Se trata de la continuidad… ¿Ha leído el «Cuento de Navidad» de Dickens? Nosotros venimos a ser, mmmm, los «fantasmas de las navidades futuras»…

-¿Pero de qué coño va esto…?

En ese momento sintió un dolor punzante. Alguien se había acercado por detrás. Era un carterista que aprovechaba el caos y el tumulto del aeropuerto para mangar. Pero era también el compañero del chaval que había intentado robar al viejo mendigo. Le clavó una navaja en el jodido hígado. De pronto los ruidos se hicieron más sordos. Estaba de rodillas. Estaba tumbado. Ya casi no oía a Raphael cantar la canción de Wham en el hilo musical del aeropuerto.

Supuso que su padre pensaría que no había acudido a la cita. Que no quería conocerle, que solo lo había citado para vengarse, para causarle dolor.

Pensó que debía haberle dicho algo a la chica que corría todos los días en dirección contraria. Que las palabras que no había dicho le quemaban en la boca. Pensó en su familia, observando el teatro de sombras chinescas del televisor, junto al fuego, refugiándose los unos en los otros para sobrevivir a diciembre.

Pensó en la película de Bill Murray. La película de Bill Murray, recordó. Dijo unas palabras, las palabras que Gulliver Foyle le había enseñado. Es una tontería, pensó…

Oyó al tipo que parecía Christian Bale hablar como de muy lejos:

Creo que no hemos deshecho el bucle

bucle

bucle

bucle

bucle…

«I’ll be what I am
A solitary man, solitary man»

Chris Isaak se quejaba amargamente poniendo en marcha el radio despertador. Era casi mediodía y F se levantó hecho polvo. Llevaba dos días de resaca y lo que quedaba por delante.

Y una canción de Navidad… La mejor, al menos para mí. Incluída en la película «Cita en Saint Louis» (elegida, no hace mucho, por algunos iluminados como mejor película musical de siempre).

Si no se emocionan mínimamente al escucharla mientras un soldado decora un árbol de navidad con granadas de mano, mi enhorabuena; Han logrado el objetivo de toda persona mayor de 15 años con respecto a estas fechas: La inmunidad.

Feliciten a Mycroft, que lo merece y Merry Fucking Christmas para todos, que diría el Sr. Garrison.