Pueden llamarle homófobo y antisemita, que a él le dará igual. Por su bocaza han desfilado adjetivos que demuestran que lo es. O tal vez no. Tal vez no sea más que un tipo incapaz de contener sus emociones más básicas mientras un policía le esposa en pleno estado de embriaguez o mientras un periodista le acosa sin tregua. En cualquier caso, debe ser difícil sobrevivir en la industria del cine hollywoodiense, fuertemente poblada por gays y judíos, siendo un monstruo tan atroz (nótese el tono irónico, por favor).

Ahora la bestia ha vuelto a atacar. Lo ha hecho según marca su libro de estilo. Provocando feroces desencuentros con toda clase de colectivos. Reescribiendo caprichosamente la historia con inexactitudes leves y anacronismos pavorosos. Todo ello a costa de una película, «Apocalypto», en la que una vez más repite esquemas y fórmulas, recubriéndolas con su energico y personal sello de tan difícil digestión para tantos.

Y es que para entender «Apocalypto» hay que conocer y comprender la totalidad de su obra. El trabajo de un convencido católico que financia con su propio dinero una de las pocas capillas que aún oficia la eucaristía en latín. La obra de un fundamentalista cristiano que conjuga en sí mismo todos y cada uno de los defectos que le hacen humano (sobre todo, mujeres y alcohol) alejándole de la sinrazón del creyente devoto. Del que no tiene dudas. Condición que él, en el fondo, aspira a alcanzar.

Gibson lleva rodando la misma película, sin apenas variación, desde que debutara con la explendida «El Hombre sin Rostro» en 1993. Repite cada esquema, cada obsesión, cada situación. Vuelca sus obsesiones en su particular catecismo de modo honesto (al contrario que otros directores católicos, atraidos únicamente por lo cosmético), consiguiendo transmitir de modo pedestre, bien es cierto, el modo en el que él percibe la desesperanza. El famoso silencio divino que tanto frusta al débil de fe.

El cine de Gibson es violento en exceso. Su regusto por lo explícito nos remite de modo obsesivo al calvario de Cristo como violento fuego purificador. Repasen su obra: ¿Acaso no se trata de un viacrucis la peripecia del hombre despreciado por todos, linchado mediatica y socialmente, enjaulado en su propia casa, al que le es negado lo más básico: el contacto humano, en «El Hombre sin Rostro»? ¿No se trata de un calvario la terrible tortura, previa a su ejecución, a la que es sometido William Wallace en «Braveheart»? y para que hablar de lo evidente en el caso de «La Pasión de Cristo». En esta ocasión, el protagonista sufrirá su propio calvario durante la interminable huida sin esperanza a la que es sometido, en forma de cansancio, heridas y golpes por todo su cuerpo. Su angustia es la angustia de los héroes de Gibson ante el calvario que pone a prueba su fe.

El cine de Gibson es indefensión. Mejor aún, incomprensión hacia la violencia ejercida por el hombre hacia sus semejantes. El desfigurado profesor de «El Hombre sin Rostro» se pregunta el porqué es tratado como una alimaña sin haber infringido daño alguno a nadie. William Wallace se abandona a una vida de violencia tras serle arrebatada su esposa de un modo vil. La incredulidad ante la violencia ajena, es recogida en la mirada confusa del Cristo de «La Pasión…», al recoger a María Magdalena del suelo estando ésta a punto de ser lapidada por una multitud. En esta ocasión, se manifiesta en la escena de los prisioneros gritando su desesperación por una situación que no logran comprender, mientras son obligados a presenciar cómo sus mujeres son forzadas y sus hijos abandonados a su suerte.

El cine de Gibson es ternura como fuente de salvación frente a un mundo carente de compasión hacia el débil. Lo demuestra el niño que se acerca al apestado en su ópera prima (resulta memorable la escena en la que el repudiado tutor le muestra a su pupilo la diferencia entre hombres y mujeres basandose en el efecto gravitatorio ejercido sobre los cuerpos). Es el guerrero escocés que acaricia el cabello de su esposa en la penumbra. Es la madre del hombre que carga una cruz, corriendo hacia su hijo caido en el suelo, mientras recuerda, durante su corto trayecto, cómo era cuando él era un niño. Es la madre embarazada de «Apocalypto» que enterrada en un pozo, acaricia a su hijo tratando de no transmitirle su propio miedo. Escenas todas ellas, filmadas por Gibson con pudor. Casi de refilón. En una actitud que recuerda poderosamente al estilo de su mentor y maestro, el australiano Peter Weir.

El cine de Gibson es venganza. En su ideario la vengaza se torna en triunfo, manifestándose en forma de legado. Así, el niño torpe de su primera película, la cierra graduandose con honores en una academia militar. Un triunfo que será doble, pues el profesor desfigurado le observará desde la grada, escondido. Su presencia allí, abandonando su voluntario confinamiento por unas horas, es su triunfo. En «Braveheart» el legado se oculta en el vientre de la esposa del hijo de su enemigo. Finalmente, en «La Pasión de Cristo», la venganza convertirá a los perseguidos en dueños del corral, aunque aún deban pasar siglos para que su legado se solidifique. En «Apocalypto», premia la agonía del protagonista concediendole la posibilidad de cumplir con su misión como padre: pasar el testigo a sus hijos en un bosque que paulatinamente dejará de pertenecerles. Ése será su legado. Una efímera victoria.

El mundo de Mel Gibson engloba todo esto y mucho más. No puede olvidarse todo lo negativo que arrastra: El simplismo de su discurso. El que tan sólo los brillantes flashbacks de «La Pasión de Cristo» hagan pensar en una evolución creativa del director. Su visión esquemática de los buenos y los malos, que también parece evolucionar, aunque lo haga muy lentamente, pues lo arquetipico sigue dominando la descripción de sus personajes. De lo caprichoso de los momentos álgidos de «Apocalypto» poco se puede añadir. Rebuscados a veces (el eclipse), cuando no enfangados en lo delirantemente anacrónico (el final).

En el lado positivo, además de todo lo expuesto anteriormente, su portentosa habilidad para plasmar el horror de lo cotidiano. La escena de la llegada a la ciudad de la cuerda de presos es grande, muy grande. Pese a los muchos excesos cometidos, la sensación lateral de las cabezas que caen mientras los presos se dirigen hacia la piramide produce mayor angustia que cualquier película de terror. El momento en el que alcanzan la cúspide y el matarife se vuelve hacia ellos parsimoniosamente, con todo su cuerpo cubierto de sangre, es insuperable. Prodigiosa la naturalidad conque ocurre todo. La asimilación del horror como modo de vida. La locura sometiendo a la razón.

«Apocalypto» sirve para afianzar su posición como lo que Gibson es. Significa el anuncio de que su evolución siempre será pobre o no será, sencillamente porque no puede vencer la tentación de plasmar sus obsesiones ante una cámara de un modo reiterado sin prestar atención a lo periférico, ¿o acaso alguien cree que el título de la cinta (uno de los libros de la bíblia) es casual?.La epopeya de Garra de Jaguar no es (sólo) una película de acción, por mucho que haya sido etiquetada de modo tan simple. Se trata de Mel exorcizando sus demonios una vez más. Compartiendo sus dudas y miedos con todo aquel que quiera ver.

Desaparezco por unos días. Ayer estuve trasteando con la plantilla y terminé por desajustar tres o cuatro cosas, incluidos los comentarios, por tocar donde no debo. Trataré de arreglarlo cuando vuelva…

Pásenlo bien y ni se les ocurra ir a ver a Eddie Murphy en «Dreamgirls».

Y no lo olviden… Chocolate sexy rulez!!