«Debajo de sus duros rasgos se ocultaba una gran simpatía hacia los minusválidos y marginados, hacia todos los incapaces de integrarse en la sociedad»

En contra de lo que cabría pensar, la simpatía que Lon Chaney guardó siempre hacia los desamparados sociales no nació del rencor que produjeron los gritos de «monstruo» que bailaron a su alrededor siendo niño, sino del amor filial. Su madre, Emma, como el resto de sus tres hermanas, nació sordomuda, hija de una valerosa mujer que inculcó en sus hijas la idea de la dignidad frente a la autocompasión. A la edad de 17 años, Emma conoció a Frank, también sordo desde que a la edad de tres años un accidente, mientras patinaba en un lago helado, le provocase una infección de oído que curó mal. Se casaron antes de un año, cuando Lon, bautizado Leonidas Frank aunque su abuela siempre se refiriese a él como Alonzo, ya estaba de camino.

Nueve años tenía el pequeño Lon cuando su madre contrajo un grave reumatismo que la mantendría en cama el resto de su vida. Este hecho le obligó a encargarse de ella desde entonces tanto de un modo físico como emocional. Al parecer, cuando caía la noche, ella le solicitaba que representase mediante gestos todo lo que le había ocurrido durante el día. Fue la primera señal que marcaría el destino de la futura estrella.

Durante su adolescencia Chaney desempeñó toda clase de trabajos, desde afilador de cuchillos hasta lavaplatos. Pero fue el empleo de tramoyista en el teatro de la ópera de Colorado Springs el que le permitió mostrar su habilidad para la interpretación al permitirle intervenir en escenas de masas de algunas obras representadas. Pequeños papeles que fueron creciendo con el paso del tiempo llegando a recitar líneas de diálogo en varias ocasiones. La experiencia le animó a unirse a su hermano John en una compañía de teatro ambulante en la que se encargó tanto de interpretar como de escribir obras, pintar decorados y organizar viajes. Fue durante su estancia en la compañía cuando conoció a la cantante Cleva Creighton, con quien se casaría poco más tarde. Él tenía 19 años. Ella 17.

La felicidad inicial del joven matrimonio apenas duró más allá del nacimiento de su primer y único hijo, Lon Chaney Jr. La decaída estrella de Cleva le empujó a la bebida lo que se tradujo en innumerables peleas en el hogar de los Chaney. Durante una de aquellas discusiones, Cleva ingirió un veneno que aunque no acabó con su vida sí dio por terminada su carrera musical para siempre al dañar sus cuerdas vocales. Poco más tarde Lon solicitó el divorcio consiguiendo la custodia de su hijo. No pasaría mucho tiempo hasta que conociera a la que sería su segunda esposa, la corista Hazel Hastings. Ella, casada con un hombre que había perdido ambas piernas en un accidente, aún tardaría años en conseguir el divorcio que finalmente le permitió casarse con Chaney.

Arruinado, tras el fiasco de un espectaculo musical producido por él en la ciudad californiana de Santa Ana, Chaney se vio forzado a trabajar como obrero en los estudios de la Universal. Ni siquiera entonces su pasión por la farandula se vio mellada: solía acudir al trabajo con dientes postizos, extrabagantes maquillajes y narices falsas. En una ocasión, el director Allan Dwan le preguntó la razón del maquillaje que solía cubrir su rostro, a lo que Chaney contestó que él era actor aunque se viese obligado a cargar con tablones para mantener a su familia. Asombrado, Dwan le dio un pequeño papel en una de sus producciones. Así, con aquel pequeño gesto, comenzó la carrera de la más grande estrella de su tiempo (con permiso de Chaplin) y de la leyenda que ayudaría a convertir a la Universal en el estudio de los monstruos.

Desde aquel momento Chaney interpretó todo tipo de papeles. Fue el Krogstad Ibsenniano de «Casa de Muñecas», hizo de idiota, anciano, marido borracho, abuela perversa, seductor, demente, paralítico, drogadicto, científico loco, trágico payaso de circo… Pero fueron los papeles de monstruo deforme los que le proporcionarían más éxito.

Entre los numerosos papeles de marginados, deformes y lisiados que interpretó son dos los que brillan con más intensidad: el Quasimodo de «El Jorobado de Notre Dame» y el enigmático ermitaño de «El Fantasma de la Ópera».

Primero humanizó al monstruo encondido en el campanario de la catedral de nuestra señora de París. Él mismo se encargó de la caracterización (hecho constante durante su carrera) usando un maquillaje cuyas bases fueron tan innovadoras que David Lynch las utilizaría, 60 años más tarde, para recrear al Joseph Merrick de «El Hombre Elefánte», otro héroe trágico, como lo fue Quasimodo, que inmortalizara el grito: «¡¡Yo también soy un ser humano!!». Pero no sólo fue el insuperable maquillaje el mayor logro de Chaney. Ninguneado como actor tanto por críticos de la época como por muchos de los posteriores, su figura fue ensalzada por uno de los grandes, Charles Laughton, quien preparando el papel de Quasimodo que interpretara en la adaptación dirigida por William Dieterle, dijo sobre la actuación de su predecesor:

«Cuando se daba cuenta de que había perdido a la chica, su cuerpo lo expresaba, era como si un rayo lo hubiese atravesado de arriba a abajo»

Después llegaría la película que le marcaría para siempre: «El Fantasma de la Ópera». Nueva adaptación de la celeberrima obra escrita por Gaston Lerroux. Su interpretación del hombre deforme que habita en la cloacas de París requirió de una nueva vuelta de tuerca en lo referente a la caracterizacón. El resultado final, horripilante, produjo en su día desmayos durante las proyecciones. De hecho, aún hoy produce pavor. Para lograrlo, Chaney utilizó ganchos que contraían sus fosas nasales, además de usar piel y cabello humanos que le proporcionaron un el aspecto fantasmal que requería el personaje mutilado con ácido de la obra original. Pero, como ya ocurriera en «El Jorobado de Notre Dame», su notable interpretación mereció mayor atención de la recibida. Su delicadeza y economía gestual, en una época en la que ésto resultaba poco habitual, le elevó al más alto grado aspirable por un actor.

Lon Chaney murió en 1930, mientras rodaba su primera película sonora. Toda una metáfora de un tiempo que tocaba a su final.

Dejo la que es mi escena favorita de «El Fantasma de la Ópera», aquella en la que Erik, el fantasma, rapta a Christine, objeto de su deseo, y la conduce a través de las cloacas hasta su escondite, lugar en el que espera, vanamente, que ella corresponda a su amor. Son dos los momentos estelares. Aquel en el que Christine se abalanza sobre la cama rechazando al fantasma y éste besa su vestido suavemente, resulta pavoroso en su patetísmo. La escena que cierra el vídeo muestra el instante en el que ella descubre el lecho de Erik: un ataud («Ahí es dónde duermo»). Adecuado lugar para albergar a un muerto en vida. Es entonces cuando el fantasma, ante las reacciones suscitadas en ella, se da cuenta de que Christine nunca le amará.

Si disponen de cuatro minutos libres, echen un vistazo. De veras que merece la pena.